Las moscas invadieron el espacio con zumbido desesperado, brillaba verde y azulado el abdomen en el circular periplo de sus alas frente al rayo de luz que a través de la puerta se colaba.
Los perros irrumpieron en la sala atraídos por el olor de muerte que invadía la casa, las señoras curiosas que llegaron atraídas por el movimiento observado un día antes, discretamente tapaban su nariz fingiendo un llanto que no lograba aparecer.
Reposaban contra la pared de la salita unas improvisadas bancas que alguien ofreció para la ocasión si es que acaso llegaban los dolientes.
El ataúd colocado en medio del recinto había comenzado a gotear y a formar charcos a su alrededor intensificando el horror de los casuales asistentes que, con disimulo al comienzo y luego abiertamente comenzaron a abandonar la estancia.
En viejos tiempos, ahí hubo una tienda típica de pueblo con cuyo producto los dueños educaron a sus hijos que se convirtieron en exitosos universitarios que a través del país y del extranjero ejercieron sus profesiones.
Era una tienda pequeña con una báscula, un mostrador de madera gruesa de color café oscuro pintada muchas veces se veía gastado por el tiempo y la tristeza tenía atravesada una barra, como un pasamanos seguramente para proteger el amarillento vidrio. De eso no quedaba nada sino el recuerdo comido por los años en raídos retazos de un par de viejos que, entre sus ruanas y en voz baja, hicieron mención del hecho.
El hombre que yacía deshaciéndose entre sus propias aguas trabajó duramente toda su vida, en la práctica de su profesión bien aprendida; procreó varios hijos y no tuvo la dicha de volver a verlos al final de su vida porque uno de ellos se encargó de aislarlo, reteniendo todo su dinero y condenándolo a una muerte atroz sin ninguna compañía, excepto la de una mujer que lo golpeaba y no lo alimentaba. Dicen que le concedía la mitad de un huevo que, aparentemente compartía con él.
El hijo, con triquiñuelas se ingenió la forma de hacerlo firmar muchos papeles para que no pudiera tener acceso a sus bienes –que no eran pocos — son que pudiera repartirlos equitativamente entre todos sus herederos. Se negó a embalsamar el cuerpo porque eso tenía un costo que no estaba dispuesto a pagar, así el dinero no le perteneciera a él sino al fallecido.
El hombre no tuvo dolientes cercanos porque su familia no se enteró de su deceso hasta varios días después cuando era imposible despedirse o participar en alguna ceremonia. No hubo música ni arpa, no hubo rezos ni sentido llanto. Murió donde nació y siguió la polvorienta ruta de sus antepasados hacia el olvido atroz.
No está claro cómo ni quiénes compasivamente transportaron el ataúd hasta el cementerio del pueblo, lo que sí se sabe es que un séquito de niños campesinos corrió detrás de aquellas personas por mera curiosidad porque decían que ahí llevaban un dentista y ellos se imaginaban que algo diferente iba a suceder con el cuerpo de alguien que en vida les hubiera costado visitar y que en cambio así, encerrado entre un cajón no representaba ningún peligro porque seguramente no portaba en su mano una jeringa metálica con una gran aguja buscando a quien chuzar y dejarle hinchadas la mejillas.
Sin ceremonias ni responsos, sin familiares y sin flores ni pompas terminó tirado con afanes un hombre generoso a quien los sepultureros fieles a su oficio cubrieron de tierra rápidamente. Muy lejos de allí una niña lo evoca en su orfandad.
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