Tuesday, September 16, 2008

El cuerpo del delito


Reflexiones a propósito del libro “Cuento Poema de la Permanencia” de Martha Daza

Julio Pino Miyar
Los poetas, ¿de qué estúpida guerra son ellos los sobrevivientes? El rapsoda que ha entonado su mejor canción sobre las ruinas dejadas por las batallas, las humaredas que se levantan sobre los campos exterminados, las vidas destruidas y la reciente proeza de los héroes, poco o nada tiene que decir cuando es Colombia que agoniza víctima del peor de los infortunios, porque a ella no le será jamás dado el verso clásico de Homero y de Virgilio.
Pues en nombre de quién se pueden volver a entonar para la posteridad los himnos ante las piras funerarias, si es una guerra mucho más larga y cruel que la de Troya, pero donde no ha habido ni habrá vencedores ni vencidos.
Homero, en sus hexámetros, es la memoria ardiente de Ilion, la base referencial de casi toda la literatura clásica griega. Virgilio, por su parte, buscó, en su verso latino, componer para sus contemporáneos la memoria épica de Roma. Pero Colombia no necesita que un poeta redacte sus memoriales, los vemos todos los días captados por los lentes de los reporteros de la guerra, en los noticiarios del mundo, en los discursos, la estulticia y el sadismo de los dirigentes políticos de los grandes Estados. Una guerra moderna carente de posteridad, dolorosamente doblada bajo el peso de una crisis moral como razón mayor del exterminio.
¿Qué es si no la guerra, que un girar en círculos sobre un mismo pensamiento y una misma obsesión? ¿Qué es el pensamiento político de izquierda? Creer haber sido parte de una idea, ofrecido un compromiso, una motivación que trascendía los parámetros individuales, que crecía hacia la dimensión del altruismo, la solidaridad y el idealismo. ¿Qué es el exilio? Un gravamen sobre nuestras conciencias para supuestamente resucitar en las tierras de nadie, en los lugares más ajenos de la indefinición y el olvido. Y, ¿qué significan el arte, la literatura entonces? Se lo oí decir en Suecia, hace muchos años, a un actor chileno refugiado cuando la dictadura de Augusto Pinochet: un modo de rescatar nuestras cuotas de humanidad pérdidas.
Se lo oí decir de algún modo a Martha:
“Se morían los paisajes y los ríos,
Las aves se marchaban,
no había religión ni madre,
no había patria ni soldados”

“Cuento Poema de la Permanencia” de Martha Daza es un pequeño volumen compilador, que, a pesar de estar dividido en poemas y prosas, muestra, en su propia configuración, una curiosa y acompasada voluntad de unicidad. Y como su propio título lo propone se intenta apresar en él una vocación de apremiante permanencia, siendo además el registro más agudo de la sensibilidad de la autora.
He dicho a propósito prosa y no narrativa, puesto que para mí, el carácter testimonial de esos textos se vuelve evidente, si como testimonio también entendemos las notas más difíciles y enfáticas de la sensibilidad individual. De esta singular manera en ese libro la prosa pone en evidencia la presencia de una sensibilidad desarticulada, dramáticamente desarbolada, entre tanto, la poesía deja traslucir el flujo y el reflujo sobre el que se agota y renace cualquier añoranza, una significación en ciertos momentos política, pero de abierta motivación existencial.
Y se me hace llamativo corroborar, después de haber construido la primera página del presente ensayo sobre la mención de la guerra en Colombia como dimensión exteriorizada de una inobjetable angustia, que la escritura de Martha deviene a la larga en expresión de una naturaleza interior, oscura y soterrada; en juego constante y prolongado de placer y displacer; en mujer acuclillada.
Las señas perdidas de nuestra identidad, la memoria refractaria y ausente, la turbia sensación a la que se expone nuestra subjetividad en el diálogo dislocado y cínico con el otro sujeto que nos mira, son las que disgregan la vida por ese camino largo y tortuoso, por esa línea pálida y difícil, que nos conduce ineluctable hacia el fin y hacia la nada. Pero la literatura, cuando es verdadera, se convierte en la única forma que tiene la palabra para no anonadarse en la mera justificación, en hipócrita alarde, en falso techo iluminado. Por su parte, trasponer a un plano de ejecución literaria aquello que no somos capaces de resolver de otra manera, tiende a develar un signo, un motivo ulterior, donde el lenguaje recupera su dignidad y su estatus agredido, descentrado por los modos reiterativos de decir y oblicuamente permanecer.
Abunda Martha a partir de cosas como esas:
“Yo estoy ahí, en ninguna parte, en el mismo lugar que deambulamos todos, creyéndonos la historia de ser y existir en el instante orgásmico de la mentira que nos mantiene vivos para seguir creyendo”.
Es que ella se ha visto arrojada al juego alternativo de la permanencia y lo fugaz, lo fútil. Modos disímiles de existencia de un ser a duras penas sobreviviente de no sé qué absurdo y cruel holocausto. Es cierto además que los poetas tienen la extraña capacidad de sobrevivir para después contar, y que, en esa vocación, teñida a ratos de desesperación, descansa cualquier posible y humana legitimidad. Aunque a veces ocurre que es la propia poesía la que nos ha permitido, en la práctica, el triste y solitario oficio de la sobrevivencia.
Conocí a Martha en Miami, una noche de canciones latinoamericanas, en el sitio de un pintor dominicano que había convertido su estudio en un lugar ideal para recibir amigos, charlar y auspiciar el rencuentro con los motivos humanos de la cultura. Es poco usual que esto ocurra en esa sociedad donde el tiempo posee tan mal talante y el más exigente modo de presentarse en nuestras vidas. Vidas en las que el prosaísmo se incorpora imperativamente, pervirtiendo lo que somos, asumiendo la forma de un hábito tenaz del pensamiento. No obstante, se leyeron poemas, se contaron anécdotas y se hizo entre nosotros patente, eso que Milan Kundera llamó “la levedad del ser”. Al terminar la velada Martha y yo ya éramos amigos.
Se sucedieron los días y los años y pude percibir que eso que he llamado “una sensibilidad desarbolada”, era una verdad intrínseca de quienes, tomando el camino de la inmigración, han ido dejando atrás pedazos mutilados de su propia conciencia. El valor peculiar de “Cuento Poema de la Permanencia” es que abunda en ese tipo de testimonio, en ese tipo de narración desgarrada construida lejos de la patria. Aunque debemos tener en cuenta que el drama que allí se dibuja no nos obliga a entenderlo desde una estricta órbita o situación literaria. Sin embargo, las circunstancias a las que apunta el cuerpo poemático de Martha se encuentran enmarcadas dentro de ese impreciso horizonte. Tal parece que sucede que el llamado exilio nos permite valorar, sondear todavía más en ese hábito esquizoide, en esa rara situación límite vivida bajo la fuerza de un extrañamiento, sobre la cual transcurre la vida, nuestras vidas, cualquier vida. Un viejo amigo de la inmigración ya fallecido, entendía esto último jocosamente, cuando definía la inmigración hispana en Estados Unidos como “esa dimensión metafísica en que habitamos.”
Hay dos alegorías sobre las que quiero reflexionar, las cuales acompañan al poema – texto de la escritora colombiana: Un pueblo donde no se sabe qué hacer con tanto dolor dejado por las víctimas. Un camino largo que pasa por las monjas, la locura y que conduce a “la casa pobre de Martha”.
En Colombia, como tentativa en América Latina, a pesar de la literatura de Gabriel García Márquez, no hay subrealidad estética para que los poetas persistan en vindicar desde ella los dones de la imaginación. En Latinoamérica hay realidad entremezclada, realidad en desorden, capacidad ficcional almacenada, errabunda como la capacidad de imaginación de los pobres, como ese cuento de Martha donde el dolor era tanto que se apretujaba en las calles y lo querían usar hasta para “abonar los cimientos de la patria.”
¿Ironía? ¿Desdén? ¿Pérdida definitiva de las señas de identidad producto de los años de desarraigo? ¿La casa pobre de Martha convertida en una seña perdida; en una mísera humareda; en la casa desolada de la patria donde ya nos es imposible regresar? Pero no quiero, ni puedo, hacer de los presupuestos narrativos de raíz simbólica que pudieran abundar en esta obra, una fuente para la interiorización psicológica. Sólo deseo apuntar, que ese regreso, si fuera alguna vez posible, traería consigo aparejado el asombro germinativo sobre el piso sepultado por la muerte y la ceniza.
No sé por qué en nuestra vida actual hay tanto resquemor al patetismo. El patetismo puede ser, en ocasiones, una categoría más de lo sublime. Lo que no puede incluso expresar la ironía, como metanoia, como rejuego intelectual que al pronunciarlo nos alcanza y nos pone de paso en entredicho, lo dice eficazmente la expresión desnuda, sin ornamentos, la fementida sensibilidad trágica; sencillamente el dolor devenido en circunstancia estética.
Una de las cosas curiosas de este libro ha sido su clara intención de hacer oscilar la clave de la sensibilidad entre un compendio de poemas y composiciones narrativas las cuales constituyen cuerpos autónomos, pero que de un modo más general estrechamente se implican. La literatura de Martha Daza es de esas en las que el acento, la mayor inflexión, cae sobre la historicidad subjetiva de quien realiza la escritura. Opino que verla de otra manera sería socavar sus presupuestos básicos. Monólogos dotados de la capacidad de expresar un paisaje interior muchas veces en ruinas, otros, en cambio, como una evocación lírica de la memoria. Por eso ella recurre indistintamente al poema, a la prosa, a cualquier material que pueda aportar la fuerza de una presencia y que de alguna manera sirva para referir una historia.
Vuelve entonces a decirnos la autora, sometida a un entorno metafórico de obsesivas galerías circulares y sensuales paredes cóncavas de espejos:
“(…) yo era sólo el recuerdo de mí misma, tratando de escapar hacia mi propio olvido”. No sé si será un modo distinto de reflejar el consabido tránsito literario por la casa imaginaria de un conocido personaje del realismo mágico, quien iba en su desmedro, de habitación en habitación, donde en la última estancia lo esperaba la muerte, o lo que es peor la locura, la culpa y el desconcierto. Pero Martha, siendo fiel a sus propias imágenes, lo que se propone es un viaje que la desprenda de su ser, un viaje orientado hacia el fin del conocimiento y al olvido, a la más extrema levedad, porque el peso de la existencia se le ha vuelto, en ocasiones, insoportable. Y así vemos, en uno de los momentos más enfáticos del texto, al personaje femenino que conduce la voz narrativa, colocado ante la sensación de ser arrastrado entre las piedras por la lluvia, entendida, esta última, como una forma más de presentarse la sexualidad e incluso la lujuria.
Pero escuchemos no obstante (no quiero quitarles la ocasión de leerlo) esta invocación invertida de amor:
“Después de todas las saudades de ti, cuando el ambarino turbio del espejo roto refleja los multiplicados fragmentos de mi rostro traicionado, sucede que te odio, con un odio forjado con las lágrimas de la noche, con un odio lento que se inicia en la descomposición de los colores del crepúsculo (…)”.
Porque luego de la experiencia del exterminio, todo como la lluvia mansamente fluye y todo se nos vuelve, sin dudas, permisible. El escritor norteamericano Henry Miller escribió aproximadamente que él amaba cuanto fluía, el agua tibia del orgasmo, el río oscuro de los óvulos y hasta el sabor salado y húmedo que hay en las corneas. Pocos poetas han sabido cantar, sin embargo, a la gracia del cuerpo o el alma mutilados:
“Niña frágil, temerosa en medio del corredor oscuro, la sombra te lame y el aire te abandona, la muerte coquetea entre tu carne”.
Lo que encontramos al final del corredor oscuro es el lado mórbido de la vida, y es allí donde aparece ante mí una de las visiones más procaces del sueño de Martha, como un triller, una relación de anexos y perversos del escritor norteamericano de “novela negra” James Cain: “la boca pintarrajeada de rojo, el moño negro recogido y (los ojos formidables de la libido…”) Lo que encontramos al final del corredor oscuro, abandonado tras el aguacero, violado quizás entre las piedras por el deseo y la violencia, es el cuerpo del delito; la carne y el alma humedecidos, abiertos, extendidos sobre la tierra feraz del descampado. Lo que encontramos es el cuerpo literariamente reconstruido, sobrevivido, devenido para eso en poema, en texto, en permanencia.

Espejismo



Para JK



El hombre está recostado contra la puerta de una galería y no sabe si es por efecto del cuadro con sol anaranjado que lo derrite desde el enorme ventanal, y no sabe si es por la contorsionista borracha de la víspera en el Booby Trap, que bebía sentada en una enorme copa para luego escupir con toda la fuerza de su interior a los hombres y mujeres que se agolpaban para mirarla, y no sabe de dónde tanta emoción, ni sabe si fue el humo vaginal que la misma mujer expulsó desde el babeado tabaco que a él le tocó en suerte después de la función y no sabe nada. Sólo sabe que ese día en Lincoln Road, todas las mujeres están exhibiéndole su desnudez y que los pechos con distintos rumbos lo llaman tibios desde sus miradas estrábicas y que los diferentes estilos de peinado, levantan su púbico cerquillo para que él pueda ver más allá del aroma que lo embriaga, y que todas las cinturas blancas y negras y amarillas, quieren que su mano se pose en ellas para resistir el embate de tanta fuerza junta y que todas las cabelleras en un solo nudo lo envuelven hasta dejarlo exhausto y tendido exánime más allá de la avenida Collins, frente al mar que lo lame con salada compasión.

La Fiesta de la Friducha

Aniversario

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