Pasaba entre su abrigo gris, ese donde siempre habitaba, lo hacía frente a la casa por la misma calle de las protestas y las carreras de los estudiantes universitarios perseguidos por la policía con sus agresivos cascos y sus gases de las lágrimas, eran los mismos estudiantes de la canción, aquellos que por un fragor de místico periodo juvenil fueron dueños interinos de varias manzanas a la redonda, insistiendo en la vida y en la educación. Los gritos a coro, los grafitis y las pancartas hablaban de lo mismo y reclamaban derechos que aún hoy, después de cincuenta años siguen siendo negados; es posible que el poeta anduviera fraguando versos o simplemente contemplara el mediodía o tal vez las flores de los antejardínes de la época.
Su cuerpo grande se desplazaba sin prisa por el vecindario con una bufanda al cuello para apaciguar las palabras que seguramente querían escapar de pronto. Su escaso cabello blanco se ensortijaba levemente levantándose rebelde hacia los lados.
El hombre caminaba buscando nombrar la flor para su pecho, la margarita o la rosa enajenada, siempre persiguiendo la quimera de un aire puro, de un racimo de agua para calmar la sed de su ninfa deseada y yo lo veía pasar imaginando que él pensaba en Teresa y su frente que abarcaba el helado y azul tapiz de la sabana o que escudriñaba en la pausa de sus pasos un motivo para, al llegar al insomnio de su casa, entintando su pluma enamorada, escribir a piedra y cielo algún nuevo poema embelesado.
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