Señora Ferraro la estrangularé… señora Ferraro escúcheme bien… señora Ferraro la estrangularė…
repetía una voz masculina en el fondo de la música de bolero
que brotaba con suave cadencia e invadía el ambiente a manera de bienvenida en la entrada de los elevadores del recinto al cual me dirigí en aquel atardecer.
Era una voz colada en las agradables notas, pretendiendo encajar suavemente en el melódico ritmo. Observé rápidamente la cara sonriente y plácida de mi compañero de ascensor que parecía no notarla. Desde el fondo a donde me llevó la prisa intenté retroceder al pasillo, pero la pesada puerta automática se cerraba sin darme la posibilidad de poner algo en medio para frenarla, no llevaba un paraguas o un bastón para lanzarlo y lograr mi objetivo. Mi brazo ni mi pierna alcanzaban hasta allá para detener la marcha que con tono de cables sentía que se iniciaba. El elevador se agigantó y por más que traté de saltar para salir de ahí, no pude, estaba paralizada, como si un insecto invisible me hubiera inoculado su veneno en la base del cráneo. La voz burlona se dirigía a mí, penetraba mis poros alertándolos y ahora cuando pude percibir que la polea motriz del aparato aceleró el movimiento llevándolo a las máximas alturas, creí ver una mueca maligna en el acompañante que no oprimió ningún botón para bajarse en alguno de los pisos a donde se supone que se dirigía.
El edificio ubicado en el centro de la ciudad era enorme, de muy vieja construcción y gruesas paredes, de modo que el elevador, que además de la puerta automática, tenía una reja metálica que se contraía para permitir el ingreso y se extendía ajustándose cuando la otra puerta –una mole pesada e infranqueable– se cerraba; por sí solo se convertía en una prisión.
A menos que la máquina que lo movía se detuviera en alguno de los pisos, las puertas del ascensor se sellaban y se constituían en un sólido muro. Respiré hondo cuando oí el sonido de una campanita indicando que se iba a detener.
Una gota de sudor helado descendió por mi espalda cuando en vez de luz, al abrirse la puerta interior vi las líneas de argamasa de la tapia y los rombos de la jaula que irremediablemente me atrapaban en esa celda de metal, ladrillo y cemento. Mis piernas flaquearon y mientras caía en la oscuridad sin remedio me dije a modo de consuelo; no soy la señora Ferraro.
No comments:
Post a Comment