Pesaban como piedras en esta noche de angustia solitaria y había que transportarlas a cuestas por un largo camino sin descanso a pesar de los vericuetos y de las altas cimas, no era posible librarse de ellas ni dejarlas a un lado para descansar, porque inclementes se aferraban a mi cuerpo sin darme respiro ni tregua.
Creo que esta historia comenzó en la más tierna infancia y que todos a mi alrededor, se encargaron de dármelas sin medida, inicialmente me gustaba acumularlas y acariciarlas como un nuevo juguete, les acomodaba el pelo, les inventaba vestiditos y las sacaba a caminar con paso torpe por los alrededores de mi patio, ellas se trepaban por las enredaderas y el rosal amarillo tratando de escaparse y hube de espinarme los brazos para impedir semejante desafuero. Otras veces se metían en la tina conmigo chapaleando en el agua y creando un enorme desorden que luego no me ayudaban a arreglar, eran díscolas y ágiles se colocaban en todos los estantes de la casa y desde allá me lanzaban carcajadas a la cara, burlándose de mi angustia por no saber retenerlas disciplinadas junto a mí, trepaban las ventanas y hacían nudos en las cortinas, se deslizaban por el pasamanos de la escalera y siempre bulliciosas no me daban reposo, muchas veces se pusieron obscenas e inadecuadas pero yo las dejaba para seguirles el juego, ellas habían resuelto enloquecerme y yo disimulaba pretendiendo no conocer sus intenciones. Cómo me hacían sufrir con su descaro, ya en mi adolescencia se asomaban en mis más íntimos momentos amenazando con dañarme la concentración en mis solemnes actos y en mis oraciones, se colaban por los tejidos y las nervaduras de mis mejores trabajos dándoles toques de desfachatez, grosería y rebeldía incontrolables. Algunas veces también llegaron en los grandes momentos con sus mejores galas dándole realce a mis proyectos con su elocuente sonrisa. Vivían y dormían conmigo y se transformaban de acuerdo a la ocasión portándose tontas, lloronas inadecuadas, necias y por qué no, serias, oportunas, regias, lúcidas, sumisas o destempladas, nunca se sabía con qué actitud iban a aparecer en mi escenario; yo les temía por la incertidumbre en que me mantenían cuando hacían su aparición o cuando simplemente desaparecían sin previo aviso.
No niego que las busqué cuando en algunas ocasiones intentaron abandonarme y que las llamé desesperadamente para que me siguieran divirtiendo y avergonzando; para que le dieran lustre a mis conversaciones, y que las invoqué desesperadamente en mi adultez cuando definitivamente querían escapar con los niños que estaban naciendo porque ellas se mantenían sin edad, frescas y dispuestas a adornar o a malograr la vida de los otros. ¡Pobrecitas!, ahora las cargo como un fardo sobre mi espalda encorvada sin saber qué hacer con ellas, ahora que han perdido su brillo y su capacidad de significado, ahora cuando adheridas como lapas unas a otras, son solo muñones desarticulados, sin sentido, ahora cuando prisioneras, se acumulan encerradas en este bulto de la memoria que me aplasta y no me deja caminar el último sendero empinado hacia lo desconocido, porque he olvidado para qué sirven y cómo se utilizan en esta pesadilla sin fin, en este sueño sin nombre, las palabras.
Para Mañita una niña vieja que olvido cómo pronunciarlas.
1 comment:
Cuando se va en pos de la palabra finales como los de este microcuento, deslumbran porque queda sin gravedad, sin peso, pero con mucho sabor en la memoria.
JoseO
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