No son efectos especiales de una película, no son actores maquillados, ni gente contratada que cae ametrallada, no son extras que aparecen en el preciso instante de los asaltos y los tanques, ni niños bañados en tinta roja, y desmembrados por la inteligencia artificial, ni son otros mayores fingiendo ser padres desesperados, huyendo con ellos en sus brazos. No, no están poniendo en escena sofisticadas técnicas de Stanislavski, Meisner, Strasberg, Chéjov o Meyerhold, ni ejércitos disfrazados y blindados. No, ellos, los que vemos huyendo sin destino solo oyen la música que invade el espeso ambiente, la misma que emana de las sirenas y las gargantas de los aterrados, la música macabra de los estertores del fin de los que a su lado expiran. Ahí la técnica es el horror vivo y desbordante que los abrasa en llagas y dolor incontenible, son las paredes, las piedras que caen sobre sus calles, las nubes asfixiantes del polvo de las demoliciones, los gritos de las piedras mientras a sus espaldas o sobre ellas caen derrotadas las construcciones que alguna vez les dieron buen o mal abrigo. Son los estallidos de todas las cabezas, los ojos expulsados por bombas asesinas; es el invento furioso cada vez más sofisticado enraizado en el odio milenario y el poder, en todos los comienzos. Es la guerra televisada, la guerra sin fronteras ni creencias, la guerra comentada por doctos e ignorantes la que mantiene viva la desgracia y el olor a muerte que se cuela desde debajo de las piedras y cae del cielo y envenena a los sobrevivientes rotos y sin esperanza que, si alguna vez despiertan reanudarán el ciclo.
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