Todos somos suicidas,
unos mueren
como Marilyn Monroe
atragantándose la angustia
mientras van apagando su voz,
otros con el silicio
de unos ojos homicidas
o con la solemnidad
de un oratorio
mientras se funden
los olores
la sangre y el incienso
y se esparcen
en gotas y humo
por el suelo y el aire
del sacro recinto
de las veladoras
y los santos de yeso.
Otros solo viven
en el agotamiento
de la cordura
hasta que se quiebra el hilo
que los mantiene vivos,
caminan sobre la cuerda
floja del mundo
ignorando que ya están muertos
que la sentencia les fue dictada
desde antes de ser concebidos
como especie
y que solo nacen
para completar
la gran farsa del amor fallido,
de los árboles
que acogerán en sus ramas
el vaivén de la cuerda de su cuello
y el peso de sus huesos.
Todos somos suicidas
que nos vamos yendo
entre las yertas olas
del mar del olvido
en los naufragios
y las siluetas
de las naves sordas
que el sueño deja de ver
en la infinita línea
del atardecer
de Sísifo perpetuo
repitiendo su ciclo
de esclavitud.
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