Todos oyen los ruidos, los de afuera, los ajenos
bochinche vocinglero, yo oigo los míos,
interiores, silbidos constantes, sonidos que con nadie comparto,
propios tamborilean en mi cráneo,
hacen un baile particular y no se apagan,
me acostumbro a esa doble música destemplada
sin que ninguno de ellos ni íntimos ni exteriores
interfiera con el otro, son independientes aunque viven juntos,
ambos tienen su camino, los de fuera callan de vez en cuando
y se convierten en uno solo al alejarse,
se emparejan o se amontonan y se hacen imperceptibles;
los míos no, ellos son permanentes,
conviven con aquellos que producen allá abajo
las regurgitaciones y el correr de la sangre,
habitan las circunvoluciones y giran
en una carrera sin fin dentro de mí;
no tengo que apropiármelos pues me pertenecen
y me habitan yendo y regresando
al chocar con la dureza del hueso
de mi calavera sorda
que los devuelve juguetona
en su curvatura de círculo interminable sin comienzo ni fin.
Se dice que
los esquizofrénicos oyen claras voces
que les ordenan acciones involuntarias
que luego los destruyen,
mis ruidos no dictan lo que debo hacer,
sólo suenan ahí, adentro como pitidos inextinguibles
corriendo hacía los curvos abismos de la nada.
Son mis ruidos audibles
en las profundidades del sueño
y en el duermevela de una conciencia
que se adormece sola
y se hunde en las tinieblas
de la noche y en los rayos
del sol de la mañana.
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