La señora Digna
Historias de mi tío Pacho
La señora Digna, una bien nutrida matrona de avanzada edad, era la abuela de la casa, su familia, dueña de la panadería del pueblo fue siempre apreciada en la región. Al hijo de la señora, encargado de la administración, le decían Don Trino, no por su nombre sino por el tono de voz, su enorme figura denotaba en cada una de las masas que agitaba al caminar, el oficio al que se dedicaba o al menos el gusto que se daba con los distintos manjares que producía en la panadería, su nieto, en cambio, a quien apodaban comején por el gran apetito que lo caracterizaba, no mostraba en su joven anatomía, trazas de lo mucho que degustaba en postres, panes, roscones. y cuanta delicia se le atravesara.
Todo marchaba a pedir de boca, pero se complicó el día de la boda de una de las nietas de la señora Digna.
Cerraron durante varias horas un área del local y prepararon la más grande torta. Tardaron toda una tarde en la producción magnífica; la aderezaron con vino, nueces y variada clase de frutas cristalizadas, uvas y ciruelas pasas, además de la sofisticada decoración exterior con cisnes que le daban cuerpo, y con pepitas plateadas sobre una crema blanca como el vestido y la pureza de la novia.
La torta fue coquetamente coronada con dos figuras de dulce fabricadas ahí mismo; representaban un novio erguido con traje y sombrero y una muchacha frágil con velos, que aparecía adelante, no al lado, y lucía como si fuera a desvanecerse entre los brazos del muñeco.
Por aquello de los malos augurios, el color del vestido de la novia no podía ser utilizado por ninguna de las invitadas y la abuela había insistido en que le fabricaran uno de ese preciso color, cuya tela, forro, botones y hombreras buscó con la debida antelación e hizo llevar donde Alfonsito el sastre del pueblo junto con la revista extranjera que le había dado la idea, para que le elaborara como a la modelo, el más elegante atuendo para esta fecha singular.
La nieta armó la gorda cuando se enteró del color del traje que llevaría la abuela, porque definitivamente era símbolo de mala suerte e inmediatamente se empeñó en persuadirla de usar otro.
Ante el llanto de la muchacha, la señora se conmovió y cedió a los requerimientos de su niña consentida, dejando colgada en un gancho, entre un plástico, la obra que Alfonsito se había esmerado en confeccionar y que le había quedado a la perfecta medida.
Para solucionar el impasse de última hora, buscaron en sus antiguos armarios el más adecuado atuendo para reemplazar el traje de la abuela, al fin encontraron uno que había usado una sola vez y que, estaban seguras, ningún asistente a la boda había visto, por si acaso, consiguieron una flor de seda amarilla que adhirieron cerca del hombro para darle un toque que lo diferenciara ante los ojos inquisitivos de alguna tía que intentara identificarlo.
La abuela estaba triste por no vestirse como había planeado, pero la consolaba pensar que era un sacrificio en beneficio de su niña querida, las abuelas cumplían fielmente con los preceptos religiosos que seguían al pie de la letra y el sacrificio formaba parte de la lista de buenas acciones para alcanzar el perdón y la simpatía celestial.
La señora Digna, siempre muy locuaz, estuvo callada en la ceremonia y luego en la celebración, lucía elegante entre su traje acomodado con una apretada faja porque había ganado algunas libras desde cuando lo estrenó.
Llegó la hora de partir el bizcocho y todos se arremolinaron en torno de la mesa adornada con mantel bordado a mano y delicadas flores blancas, la abuela tenía lugar de honor para presenciar el corte de cada piso del enorme tinglado de harina y dulce sobre soportes de madera tallada en columnitas que hacían juego con todo el decorado, colocados uno sobre otro.
De pronto, doña Digna levantó un brazo y torció los ojos con un gemido fantástico que la derribó sobre los novios de dulce que cayeron junto con ella para morir aplastados por el peso de la emoción de la abuela que, morada y tendida con la flor amarilla pegada sobre la frente exhaló su último suspiro.
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