Caminando entre el vapor del recinto con una toalla atada a la cintura, mientras desahogaba los poros de su cansado cuerpo, oyó la voz infantil, las letras de su nombre que alguien pronunció; sintió el roce de su mano al pasar a su lado como una ráfaga de viento, y la sutil tibieza de su aliento; sintió que esa piel lo llamaba a gritos, vio sus ojos de agua y sus cabellos y ya no pudo librarse de esa imagen que se le aferraba lasciva a la memoria con la fuerza de un fauno, un sátiro brutal tras su presa en celo.
Perdió la calma y entre su cabeza se reprodujo una y otra vez el grito de ese nombre, la caída sensual de cada bucle dorado de aquel niño extraviado en medio de la peste y del calor.
Lo buscaba a diario en los amorcillos de la iglesia, en los sueños de los insoportables y nebulosos atardeceres y en el desvelo de cada amanecer. Lo buscaba extendiendo las manos, avanzando sin rumbo entre todos los nombres y entre todos los ojos y en los pequeños labios sonrosados de la humedad de su recuerdo, mientras daba sus últimos pasos hacia el precipicio que superaba su afán y su delirio.
Lo buscó hasta el agotamiento y el sopor de su cerebro ardiente y lo halló en la perfección de las regurgitaciones de su postrer sueño de esteta alucinado, jadeando de placer y muerte en la febril caída hacia un estallido de estrellas, flotando en el infinito sin fondo y sin comienzo.
Midaz.
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