Viva Roma
Escribo esto por María Luisa, la joven que nos enseñó a cantar rancheras que ella oía diariamente en la Radio Metropolitana de la capital colombiana, por los "laureles tan verdes..." y los corridos clásicos de Juan Charrasqueado y Gabino Barrera, los huapangos y, por supuesto Adelita que pudo haberse ido con otro y debía terminar llorando si acaso el hombre que la amaba moría en la guerra, como él mismo se lo pidió. Aquel que la iba a seguir por tierra y por mar si es que acaso lo dejaba por otro.
Escribo esto por María Luisa, la joven que nos enseñó a cantar rancheras que ella oía diariamente en la Radio Metropolitana de la capital colombiana, por los "laureles tan verdes..." y los corridos clásicos de Juan Charrasqueado y Gabino Barrera, los huapangos y, por supuesto Adelita que pudo haberse ido con otro y debía terminar llorando si acaso el hombre que la amaba moría en la guerra, como él mismo se lo pidió. Aquel que la iba a seguir por tierra y por mar si es que acaso lo dejaba por otro.
¡Ay María Luisa, cómo te quisimos! Escribo
esto por ella y por su hijo Carlitos sin padre, un niño mustio que murió al
nacer y que la hizo abandonarnos provocándonos una enorme tristeza que casi no
superamos, por su copete y su trenza negra, brillante y perfecta y por su boca
roja y sonriente como ninguna otra, por su voz franca y recia, y sus afeites los
domingos cuando iba a encontrarse con su amor.
Por Lilia, la muchacha alta y morena
que nos cuidó cuando vivíamos en el paraíso terrenal, al lado de la laguna,
aquella que no podía alcanzar el escalón del bus municipal que la llevaba a
donde su familia también los domingos. Esto le pasaba por lo estrecho de su
falda moderna y apretada que usaba en esas fechas para lucir bella frente a
ellos o talvez frente al hombre que la enamoraba.
Por Alejandrina Murillo de lindo
cuerpo delgado y flexible que nos habló a mi hermano y a mí de su tierra natal,
el Chocó y nos enseñó mucho con sus evocaciones acerca de la alegría y la
tristeza de su gente esclavizada años atrás y conminada a vivir en la pobreza
de la modernidad que nunca llegó y aún no llega a su territorio.
Por Carlina, viejecita que nos enseñaba
valentía sosteniendo la nevera que se volcaba amenazando nuestra pequeña
humanidad y la de ella durante el terremoto que mecía los edificios y sacaba el
agua de los tanques que estaban sobre ellos. Por su pañolón y su falda larga,
por todos los cuentos que nos narraron a través de la infancia y que nos
hicieron felices, mostrándonos lenguajes y paisajes ignorados. Por su invaluable
compañía cuando la madre viuda tenía que trabajar y nos sentíamos perdidos en
nuestra propia casa.
Por su trabajo pesado y variado, por el
mundo de fantasía que creaban para distraernos y hacernos reír, porque fueron
maestras fundamentales en nuestra educación y nos enseñaron la curiosidad por panoramas
desconocidos que ellas amaban y que a pesar de eso tuvieron que abandonar, por
esos pueblos donde nacieron, de los que conservaban vivos los recuerdos, sitios
que para nosotros eran fantásticos y remotos. Por los vívidos recuerdos de
ellas trasplantados directamente a nuestros corazones infantiles, por todo eso
y por mucho más; benditas sean las señoras del servicio doméstico en cualquier
lugar del mundo.
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