Cada vez que el joven hacía su ingreso a la librería del barrio, la gente que acostumbra a sacar conclusiones sin mayor información lo observaba con cierta curiosidad y admiración creyendo por su figura y estatura, que se trataba de alguien destacado en la actuación o el modelaje. Con la mirada seguían sus pasos hasta los libreros, hacia donde se dirigía, esperando algún gesto que confirmara sus predicciones, pero debían seguir especulando, porque el hombre no miraba a nadie. Debido a su aspecto impecable y sus enormes ojos azules, su boca amplia y sus manos
perfectas de dedos largos que evocaban el teclado de un piano; también imaginaban, ¿por qué no hacerlo? que se trataba de un afamado músico, Los trajes claros
de corte perfecto que acostumbraba usar, delineaban un cuerpo esbelto y musculoso
producto talvez de muchas sesiones en un gimnasio que era lo que se sabía, estaba de moda en el mundo superficial de las redes sociales y la televisión que se imponía a la hora de juzgar.
Se sentaba el hombre en la mesa redonda, colocada como muchas, en el rincón de una salita privada con vista a todo el local a través de los cristales, las mesitas de cortesía estaban por todas partes con la clara intención de que los lectores que llegaban durante el día tuvieran la comodidad de hojear los libros y deleitarse con las historias contenidas en ellos amontonándolos allí, sin necesidad de retornarlos a su lugar.
Se sentaba el hombre en la mesa redonda, colocada como muchas, en el rincón de una salita privada con vista a todo el local a través de los cristales, las mesitas de cortesía estaban por todas partes con la clara intención de que los lectores que llegaban durante el día tuvieran la comodidad de hojear los libros y deleitarse con las historias contenidas en ellos amontonándolos allí, sin necesidad de retornarlos a su lugar.
Aislado, el
visitante después de escoger en los estantes del fondo algunos tomos de
variado tema, pasaba las horas con la cabeza inclinada y las manos crispadas sobre ellos en lo que se suponía una
interesante lectura, nadie podía imaginar lo que ocultaba aquel personaje. Sucedía que cuando descuidadamente las personas se acercaban a poca distancia o cruzaban el
umbral del saloncito, se retiraban disgustadas con un gesto de asco en su rostro.
-¡Algún defecto debía tener!, exclamó bruscamente una señora con el ceño fruncido mientras se retiraba rápidamente hacia la puerta del local, para escupir su repugnancia sobre la acera.
-¡Algún defecto debía tener!, exclamó bruscamente una señora con el ceño fruncido mientras se retiraba rápidamente hacia la puerta del local, para escupir su repugnancia sobre la acera.
La pareja que
había forjado libro a libro aquel oasis de lectura, en una ciudad plástica poco afecta a
la cultura, cuyas puertas se confundían con las de un salón de masajes que
funcionaba las 24 horas y las de una tienda de trajes atrevidos para chicas jóvenes
que a lado y lado del recinto ofrecían sus servicios destacándolos con letras de
neón; estaba de acuerdo con la dama. Ellos que habían construido el lugar con un inmenso amor por la literatura con la intención
de realizar tertulias, invitando autores locales y exhibiendo cuadros de diferentes
pintores, para fomentar de esta manera, el arte y las letras; también habían
notado que alguna cosa no estaba funcionando bien con el lector -"algo se pudre en Dinamarca" se decían y se miraban con incredulidad de ojos espantados por un secreto turbio. Se atareaban luego, desinfectando los rincones, los muebles y todo lo de la habitación cuando al recoger lo que el lector asiduo dejaba en desorden, un hálito
macabro, un tufillo hediondo se respiraba en el ambiente. Adquirieron la costumbre de asear los
libros con toallitas húmedas de alcohol que comenzaron a decolorarlos. Todo lo que él había recorrido con los
inquietos ojos azules y manoseado, acariciando extrañamente con sus cuidados dedos, adquiría
una inexplicable esencia repulsiva que ellos querían borrar con perfumados atomizadores.
Existía una
leyenda según la cual, en sus últimos días los señalados por la muerte, expelían un olor nauseabundo que hacía imposible a los demás, acercárseles a
menos de un metro. Se hablaba de Ignacio Sánchez Mejías antes que el toro ‘mugiera por
su frente’ y de varios destacados personajes que aparecían en grandes obras de la literatura
universal; que esto sucedía como un previo anuncio mortecino de los acontecimientos.
Inicialmente el
hombre en cada visita tomaba un solo libro de tapa roja, pasado un tiempo, seleccionó
dos con carátula del mismo color y en un periodo de seis meses, había llegado a
cuatro volúmenes que aparentemente leía y releía con asiduidad. Los escogía de los estantes más
alejados de donde se concentraba la gente que conversaba alegremente y en su rincón
se embelesaba en ellos. Si se observaba con detenimiento, se le veía descartar
uno a uno, el primero, luego el segundo, el tercero hasta ensimismarse en el último; el cuarto, que manoseaba con un secreto gozo que le brillaba en los ojos como si
representara un placer inusual en su misteriosa forma de tratar los libros.
Algunas noches,
desde la librería se le vio pasar agazapado entre las sombras con una
gabardina oscura como su rostro de esas horas que cambiaba extrañamente, corría cubriendo su figura ahora desgarbada y descuidada. Así lo vieron
las empleadas durante el inventario mensual que les tomaba varias noches y lo comentaron
en sus conversaciones matutinas.
Comenzaron las
murmuraciones sobre el hombre y el olor que expelía a pesar de su aparente
limpieza y sus uñas cuidadas. Un aroma dulce a podredumbre, hacía su aparición en ocasiones espaciadas y todos coincidían en que era insoportable, se supo que era similar al de las esquinas del área de la basura en el centro de la ciudad, donde habían aparecido en estado de descomposición varios cadáveres de habitantes de la calle, asesinados en los últimos seis meses, marcados todos ellos con un
número en la frente que había sido dibujado con su propia sangre.
Cuando apareció el
muerto número cuatro, el lector misterioso, asediado por una enorme culpa que lo atrapó por el cuello y no lo dejó respirar en su solitaria guarida; salió corriendo por las calles y confesó a gritos, ser el autor de
cada uno de los crímenes. Dijo que se vestía en las noches como ellos, se ubicaba en las
esquinas a observarlos infiltrado en su actividad de solitarios, hasta asestarles la puñalada mortal
que le ensuciaba las manos de dedos largos con una sangre contaminada que él se
limpiaba en la frente de sus víctimas, dejando su peculiar mensaje cifrado para la policía
que no lograba ubicar al asesino en serie que desde hacía seis meses, había
asolado la ciudad, ensañándose en los desamparados que dormían en las calles y
en las bancas de los parques.
Midaz
11/17
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