Todo estaba
programado desde el comienzo de los siglos, helada en la penumbra de la tarde
de la despedida mi pobre anatomía se recogía en el asiento trasero de un coche
cualquiera, la ciudad corría, era Parkland, Bogotá, París o Coral Springs, daba
lo mismo, estaba ausente y así había estado en los últimos años, talvez nunca
estuve presente, ni en la época de los niños arrancados del lado de la madre,
ni en la de los amores fracasados, ni en la de la búsqueda infructuosa de una
maga que descifrara el maldito destino que nos tocaría vivir. Nadie tampoco sabe
cuáles son los últimos años y nadie sabe cómo recuperarlos, no existe fórmula
mágica más allá del falso consuelo de los que tienen que decir algo, porque en
esos casos no hay nada que decir, ni oídos que escuchen necedades, ni palabras
inteligentes ni frases prefabricadas porque suenan huecas aunque vengan
cargadas de buenas intenciones.
Ya nada se podría
hacer, yacía en el fondo del socavón mientras ella, amante del francés caía víctima
de dos nombres en ese idioma. Adiós al abrazo, a la sonrisa o la complicidad de
una confidencia. ¡Perra vida, se murió mi tía! la noticia llegó inclemente, como
un corrientazo que arranca la fuerza desde el mismo eje de la existencia, una
descarga de puñales en el centro mismo del corazón. Llegan las preguntas y las
frases contundentes que nos desbaratan la razón, la vida que nos niega la
posibilidad de tomar una mano, hablar o mirar antes o después del descenso en
ese viaje loco que no sabemos hacia dónde nos lleva. Porque vivimos así insensiblemente
dejando que pasen las cosas por el lado sin mirarlas ni sentirlas sin que nos afecten
hasta que nos parten en pedazos, justo cuando no podemos recogerlos del suelo. ¡Nadie tiene una respuesta! Ni los hijos ni los hermanos, ni los viejos amores, nadie, todos hablan en un ruido sin sonido, un ruido sordo de vocales y consonantes desconectadas. Los unos sufren en silencio la pérdida, las lágrimas ruedan y se atascan, los otros los necios, los transformados, los santificados, sonríen durante el regreso para seguir la marcha de la estupidez adquirida por virus virtual, para retomar el errático comportamiento fermentado en la imbecilidad de la senilidad temprana y corren satisfechos para aprovechar el perfecto acontecimiento que encaja en su calendario de mediocridad exacerbada por los titiriteros de oficio, aunque intenten llorar no pueden porque en el estropicio que llevan, se les olvidó el sentimiento.
Las cosas son así aprendidas actuadas y olvidadas, nos sorprenden desarmados, nos golpean el rostro, llegan y se van sin estremecimientos, complementando la interminable farsa que significa vivir. El teatro, la máscara del carnaval, la de mostrarle al mundo que nos mira de lejos.
Mientras rodaban por el pavimento las llantas impertérritas y las lágrimas invisibles se concentraban en un grito que no me atrevía a lanzar, pensaba en los lejanos puentes mohosos, los círculos, los parques diseñados, el metro o la romana. En la ciudad canalla, ciudad de luz y sombra, coloreada de gente, cada cual tras sus musas transformadas en soledad y desarraigo. Era lo mismo siempre, la nada de la nada y tú ahí pálida quieta, sonriente en mi recuerdo joven, ida en la realidad, caminando ligero o flotando“…bajo los puentes del viejo París…” ¿dónde tu voz y tu risa, dónde tus cenizas, sin huesos, sin memoria? ¿Dónde tú? ¿Bajo el árbol? ¡Mentira! Estás cerca, estás aquí, en mi noche negra, en mi abandono, en mi desconsuelo, diciéndome chinita, hagamos un omelet, con un vinito en la mano cantando: “borracha la dueña de casa, borracha la cocinera…”.
Yo sé que estás caminando tu ciudad de ensueño, aquella inventada por ti, que en nada se parece a la real, estás buscando por las calles el motivo que te haga vivir de nuevo, resucitar como después de las decepciones, volver a ser como en los amoríos y los apasionamientos o como en las tardes del té de las amigas y la voz de la Piaf.
Mientras llovía una escarcha que penetraba mis huesos frágiles seguí pensando en ti, en tus ojos entornados y tus parpadeos largos, en tus uñas blancas y tus medias gruesas de la juventud, en tu manera desviada de caminar, -la misma mía- en tu compañía, en mi mundo nuevo que comenzaba a explorar en el fervor de mis despertares por los que me guiabas con delicadeza. Eras parte de lo que tenía de un hombre muerto que era historia como lo eres hoy, eras mi compañera mayor, hoy no eres, en adelante no serás, futuro yerto, no seremos más...
Creí que nunca te llevaría la muerte y se me desgrana el alma en cada bocanada de aire que se me atraganta entre el dolor y el silencio de tu voz risueña que suena en mis oídos hablando del osado árabe que perseguía a las muchachas suramericanas, presentando a un franchute de olor agrio que baila sin ritmo en la sala de nuestro diminuto apartamento o simplemente enamorada de un nórdico mujeriego de ojos azules que escribe versos. Historias y rostros sin nombres que son solo eso, ecos repetidos hasta el agotamiento de la memoria.
El árbol se repite en interminables sombras largas y se va secando sin doblegarse, sus hojas se desprenden sin despedida, desnudando las retorcidas ramas. Caen, cambian de color, se secan, pero regresan en cada primavera. Nosotros no tenemos retorno, quedamos ahí, en medio del camino sin posibilidad de reverdecer aunque nos tiren hechos polvo en sus raíces, no sé cómo, no sé a cuántos nos roe esta pena larga, no sé a quiénes nos duele esta verdad amarga, solo sé que todo es vano, intangible etéreo y hueco.
No volverás, tu silueta con un abrigo largo se perderá por la bruma de los Campos Elíseos en invierno o por la ribera bohemia del Sena en la canícula atroz de otro verano, imparable caudal heracliteano que lleva el llanto de miles de soñadores olvidados bajo sus aguas. Es posible que transites leve por alguna callecita de Montmartre mientras bajo alguna ebria sombrilla gris o colorida, mi emperador extraviado cierra los ojos para adivinar las almas en cada trazo de los rostros de piedra de los turistas que ponen su mejor ángulo para ser eternizados en la impavidez de un lienzo.
Cantamos y bebemos vino para no recordar el pasado y no morir de tristeza y abandono, nos arrastramos hasta quemarnos por dentro y emborrachar el corazón tratando de verte como la maga extraviada en esas calles viejas, buscando lo que la vida te quedó debiendo y ahora sí lanzar el grito atrapado desde la tarde diecisiete del mes de septiembre:
¡Mi tía no está muerta, mi tía está en París
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