Tuesday, October 31, 2006

Agüita mansa





El agua mansa se filtraba hasta los más intrincados laberintos, su inmóvil apariencia arrastraba incautos hacia sus profundidades, su paisaje grato y apacible invitaba al regocijo mientras por debajo tejia la urdimbre devoradora con una danza sin identidad que mecía sus rizos y su maquillada frescura preparando el ambiente para el zarpazo definitivo…



Irene se levantó aquel día más entusiasmada que nunca, tenía todo dispuesto para su encuentro sexual como todos los días desde hacía un año y medio, el de hoy sería un extendido tiempo que las circunstancias maritales le prodigaban (su esposo estaba de viaje) era una ocasión diferente a la diaria angustia de las excusas, agotándose a pesar de la enorme capacidad de mentira que ya practicaba desde su lejana tierra, cuando burlando la vigilancia estrecha, se agazajaba con los maridos de sus más intimas y preciadas amigas, ellos siempre cedían ante sus dos sustentados argumentos, inflamados gracias a la inversión de un pobre hombre cuyas manos ardían en el fuego de la confianza que decía profesarle.

Todo estaba perfectamente organizado y ese día no asistió al nido pago, sino al apartamento donde sin sobresaltos pasarían una velada inolvidable. Ella tenía aquel hombre cual trofeo ganado como todos los anteriores, en la más desleal, ruín e inmisericorde lucha oculta, contra su propia hermana.

Hicieron lo de siempre, ella se quitó la diminuta faldita de quinceañera mientras la fuerza de su pecho expulsaba las únicas muestras de inteligencia con que contaba y que usaba con éxito para hacer sucumbir hasta a los más racionales en sus redes de mansedumbre bien estudiada. Distraídos en su acostumbrado ritual no notaron que algo extraño ocurría a su alrededor.

La puerta se abrió repentinamente y el otrora romance se transformó en caos, dos ensortijadas cabelleras se enredaron en una lucha que el predicador de la paz y el amor, que ostentaba el record de cuatro mujeres al día, no atinaba a interrumpir, sus hembras rodaban por el piso y él consternado no podía desatar el nudo que las dos dibujaban como víboras con su cuerpo en el piso.

Irene logró liberarse y huyó con la ropa que pudo recuperar en el fragor de la batalla, al salir encontró el vidrio de su carro roto y sus pertenecias desaparecidas, paró en el camino y compró blusa y falda, regresando con su cara de siempre y su sonrisa de siempre a ocupar su lugar de siempre como la mansa mujer abnegada y sufrida que en silencio padecía a su esposo sin talento, según ella y ahora sin dinero…

A pesar de los esfuerzos por disimular, ella no olvidaba la afrenta y fraguaba su venganza, mantuvo para los demás, el manto tibio de su despreocupación, modificó su estrategia con el amante y se tornó demandante, atosigándolo con nuevas exigencias respecto de las otras mujeres que él frecuentaba.

Desde ese día trabajó como una hormiguita juntando todos los centavos que pasaron por sus manos y asistió a la cita del hotel donde conminó al hombre a dejar todas sus conquistas lanzándole su lapidaria frase telenovelesca:

Si no eres para mí, tampoco serás para ellas y sin más discurso y sin que se le moviera un solo músculo de la cara, desenfundó un arma y le descerrajó un disparo en medio de las piernas.

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