Sunday, September 01, 2024

El hijo

 

A stephanie

Las moscas invadieron el espacio con zumbido desesperado, brillaba verde y azulado el abdomen en el circular periplo traslúcido de sus tornasoladas alas frente al rayo de luz que a través de la puerta se colaba. 

Los perros irrumpieron en la sala atraídos por el dulzón olor de muerte que invadía la casa y que se fue acrecentando en la tibieza del mediodía, las fisgonas señoras que llegaron atraídas por el inusual movimiento observado un día antes, discretamente cubrían su nariz con improvisados pañuelos fingiendo un llanto que no lograba aparecer. 

Reposaban contra la pared de la pequeña sala unas improvisadas bancas que alguien ofreció para la ocasión, si es que acaso llegaban los dolientes.

El ataúd colocado en medio del recinto había comenzado a gotear y a formar charcos espesos a su alrededor, intensificando el horror de los entrometidos y casuales asistentes que, con disimulo al comienzo y luego abiertamente comenzaron a abandonar la estancia. 

En viejos tiempos, ahí hubo una tienda típica de pueblo con cuyo producto los dueños educaron a sus hijos que se convirtieron en exitosos universitarios, que a través del país y del extranjero ejercieron sus profesiones. 

Fue una tienda pequeña con una báscula, un mostrador de madera gruesa de color café oscuro, repintada muchas veces, dicen que se veía gastado por el tiempo, la tristeza y la ausencia de las voces juveniles que le dieron brillo en las escasas visitas que los hijos hicieron a sus viejos. No faltaba el amarillento cuadrito del hombre exitoso que vendió al contagio y del fracasado que decía haber vendido a crédito mientras se rascaba la cabeza. 

Cuentan que la vitrina de lado a lado tenía atravesada una barra como un pasamanos seguramente para proteger el amarillento vidrio que permitía a los compradores seleccionar los panes y bizcochos y evitar la ruptura si acaso alguien pretendía recostarse sobre ella. De eso no quedaba más rastro que el recuerdo también difuminado por los años en raídos retazos de un par de viejos que, entre sus ruanas y en voz baja, mencionaron el hecho a quien quiso oírlos.  

El hombre que yacía deshaciéndose entre sus propias aguas; trabajó duramente toda su vida en la práctica de su profesión bien aprendida; procreó varios hijos y no tuvo la dicha de volver a verlos al final de su camino, porque el mayor de ellos se encargó de aislarlo, reteniendo todo su dinero y condenándolo a una muerte atroz sin ninguna compañía, excepto la de una mujer rencorosa que alguna vez lo amó y que ahora lo golpeaba y no lo alimentaba. Dicen que le concedía al día, la mitad de un huevo que, aparentemente compartía con él.  

El hijo, ante la vejez que lo asedió de pronto, se ingenió con triquiñuelas la forma de hacerlo firmar muchos papeles para que no pudiera tener acceso a sus bienes –que no eran pocos — evitando que pudiera repartirlos equitativamente entre todos sus herederos y, lo condenó a vivir la enfermedad que lo aquejó en sus últimos días, en la abandonada casa de infancia que había sobrevivido al tiempo en un pequeño y olvidado pueblo polvoriento, perdido en los vericuetos de la montaña. 

Cuando, finalmente murió, se negó a embalsamar el cuerpo porque eso tenía un costo que no estaba dispuesto a pagar, así el dinero no le perteneciera a él sino, precisamente al fallecido. 

El hombre en su despedida de este mundo no tuvo dolientes cercanos porque su familia no se enteró de su deceso hasta varios días después cuando era imposible despedirse o participar en alguna ceremonia.  No hubo lunas rojas ni notas de su llano ni de la música que amaba, ni arpa, ni voces de sus hijos que cantaran para despedirlo; no hubo rezos ni sentidos tonos de llanto, no hubo nada. Murió donde nació y siguió la polvorienta ruta de sus antepasados hacia el olvido más feroz.  

No está claro cómo ni quiénes compasivamente transportaron el ataúd hasta el cementerio del pueblo, lo que sí se sabe es que un séquito de niños campesinos corrió detrás de aquellas personas por mera curiosidad porque decían que ahí llevaban un dentista y ellos se imaginaban que algo diferente iba a suceder con el cuerpo de alguien que en vida les hubiera costado trabajo visitar y que en cambio así, encerrado entre un cajón no representaba ningún peligro porque, seguramente no portaba en su mano una jeringa metálica con una gran aguja buscando a quien chuzar y dejarle hinchadas la mejillas.

Sin ceremonias ni responsos, sin familiares y sin flores ni pompas, terminó tirado con afanes un hombre generoso a quien los sepultureros fieles a su oficio cubrieron de tierra rápidamente.  Muy lejos de allí una niña aún lo llora y lo evoca en su orfandad.  

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