“Ríos y ríos de lágrimas
Abren ríos y ríos de amor...”
Los fabulosos Cadillac.
Mientras rodaba hacia el piso con todo el peso de mi cuerpo, veía el vaso de café inclinándose en cámara lenta sobre la mesa y la fusión de cada una de las gotas en una ola que buscó mi rostro y mis piernas con sus ardientes manos azucaradas. Y te veía ahí, gota de café con leche que me rompe la cordura, que penetra la epidermis hasta lo más profundo de mi carne viva y en el descenso me repetía lo que siempre supe, que padezco de la terrible enfermedad de la memoria que me impide saludar al ciudadano. Y que escucho gritos y sonidos de motores mezclados con el tableteo de ametralladoras y llanto y que veo sangre y cuerpos mutilados.
Y yo, que sigo recorriendo ríos y yo, que sigo penetrando brechas y yo que sigo persiguiendo olvido.
Y vuelven a aparecer las bolsas negras revistiendo formas rígidas y vuelven a aparecer con formas frescas y colman mi mundo del recuerdo. Y los cuerpos de los muchachos ahí entre el carro, y el otro cuerpo tendido con sus botas sencillas sobre el piso, todos llenos de plomo, todos vacíos de sangre que ya rueda y mancha el pavimento cubierto con la sábana de la vergüenza.
Y las letras del tango del olvido, acomodándoseme fuerte en el cuerpo, pero lejos de mi corazón. Y volvíamos con la frente marchita y adivinábamos el parpadeo y veíamos apagarse las luces y cerrarse las cortitas y buscábamos olvido, pero no lo encontrábamos y nos rompimos las yemas de los dedos escarbando en la lluvia y seguimos las huellas de las aguas y marcamos caminos con la última gota de sangre que quedaba en nuestro pecho y quisimos llorar para limpiarnos, pero las lágrimas se nos habían secado en el recuerdo y empozadas ahogaban y enmudecían nuestro gemido. Y no veíamos salida y no escuchábamos las voces amigas, sólo había malos remedos y turbias palabras. Y corrimos descalzos por las sendas y nos herimos buscando alguna lucecita en tanta noche. Pero tú ya no estabas, pero yo ya no estaba, era sólo el recuerdo de mí misma que me seguía atormentando, porque yo padecía la terrible enfermedad del no olvido, esa grave enfermedad que me colmaba el sueño, porque hacia donde mirara, los encontraba muertos; porque los otros se reían en mi cara y cantaban canciones y se amangualaban en mi contra y me llamaban loca y me declaraban loca por decreto, mientras el cauce del café derramado marcaba sendas en mi cara y mientras las muchachitas regresaban del olvido para que los viejos les levantaran el destruido ego con su derretido estertor de la lujuria, con su tardío frescor de la “rocanrolera” ropa; con el embobamiento de la decrepitud; sin imaginarse que los abandonados, eran sólo pichones de lo que aquí sobraba; porque no en vano se fermenta la locura en la explosiva botella de los años. Porque todos los demás seguían muertos en sus tumbas y nosotros éramos sólo el recuerdo que sobrevivió en el vórtice mismo de la traicionera nostalgia, porque yo era sólo el recuerdo de mí misma, tratando de escapar hacia mi propio olvido.
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