"En tu vida fuiste un perro, Antístenes, de tal naturaleza, que sabías morder con tus palabras, no con los dientes"
(Laercio 288).
Se comportaba como un perro en su desidia y eso que no conocía a Diógenes, –bueno, sí, a Méndez el del sindicato, no así al del ‘cinicato’– sucedió aquella vez cuando oponiéndose a sus principios lo obligaron a emplearse.
Lo suyo no era filosófico, era una cercanía física y real al animal, olisqueaba a las muchachas dirigiendo hacia su centro la energía de sus sentidos, en adelante ya no disimulaba sino que se refregaba contra ellas, ganándose de vez en cuando algunos pescozones y puntapiés, pero él, fiel a su condición, lamía las castigadoras manos que lo herían, aguzando la lengua hasta las profundidades de los entrededos. Así era, no había remedio ni apaleándolo porque ahí era más perro que nunca escondiendo su rabo entre las piernas –no precisamente las suyas–
Creía que los presocráticos eran una banda norteña y que la helenistica tenía que ver con un grupo guerrillero que se negaba a deponer las desgastadas armas de una más desgastada lucha.
¡Pobre hombre, dichoso perro!
Siguió viviendo sin barril y sin linterna dando rienda suelta a sus instintos hasta que, finalmente descubrió el sentido de la felicidad contemplativa y murió como un perro.